La Biblia Introducci¨®n
¡Jes¨²s ha resucitado!
Ustedes que abren la Biblia, busquen a Jes¨²s. La Biblia no es un libro solamente para rezar, o para instrucci¨®n nuestra. La Biblia es Palabra de Dios para comunicarnos la vida.
En el centro de la Biblia est¨¢ la Cruz de Jes¨²s y su Resurrecci¨®n. Ustedes que siguen un camino dif¨ªcil y no divisan la luz al fin del t¨²nel, aprendan de la Biblia que est¨¢n caminando hacia la Resurrecci¨®n. Y entiendan qui¨¦n es, para ustedes, Jes¨²s resucitado.
La Biblia...
La Biblia no ha ca¨ªdo del cielo. Aqu¨ª est¨¢n libros que no se proclamaron desde las nubes, con alg¨²n parlante celestial, sino que se reunieron pacientemente a lo largo de siglos en el seno del Pueblo de Dios, gracias a la fe de sus minor¨ªas m¨¢s conscientes.
Durante unos 18 siglos, desde Abraham hasta Jes¨²s, el pueblo de Israel descubri¨®, cada vez con mayor lucidez, que el Dios Unico se hab¨ªa ligado a ¨¦l. Las experiencias de la comunidad nacional, los llamados de esos hombres, denominados profetas, que hablaban de parte de Dios, las inquietudes que se desarrollaban entre los creyentes: todo esto pas¨® de una u otra manera a esos libros. Y fueron los responsables religiosos de Israel los que recibieron, escogieron y acreditaron estos libros, integr¨¢ndolos al Libro Sagrado.
As¨ª se form¨® el Antiguo Testamento de la Biblia. Testamento se refiere a que estos libros eran como la herencia m¨¢s preciosa entregada por Dios a su pueblo escogido.
Despu¨¦s de tantas experiencias, lleg¨® para el pueblo de Israel un tiempo de crisis en que Dios quiso llevarlo de una vez a la madurez de la fe. Para eso vino Jes¨²s. Con ¨¦l se llev¨® a cabo la experiencia m¨¢s trascendental de toda la historia. Jes¨²s, sus esfuerzos para salvar al pueblo jud¨ªo de una destrucci¨®n inminente, su rechazo, su muerte y, luego, su Resurrecci¨®n: ¨¦sta fue la ¨²ltima palabra de Dios.
La trayectoria de Jes¨²s origin¨® la predicaci¨®n de la Iglesia y los libros que en ella se escribieron. Aquellos libros que fueron aprobados por los responsables de la Iglesia pasaron a integrar el Nuevo Testamento.
... y la Tradici¨®n
Los libros de la Biblia no entregan su mensaje sino al que viene a compartir la experiencia de la comunidad en que se originaron estos libros. Hay una manera de entender la Biblia que es propia del pueblo de Dios: es lo que llamamos la Tradici¨®n del pueblo de Dios. Jes¨²s recibi¨® de su propia familia y de su pueblo esta tradici¨®n. Luego, enseñ¨® a sus ap¨®stoles una nueva manera de comprender esta historia sagrada: por eso se habla de la Tradici¨®n de los ap¨®stoles o de Tradici¨®n de la Iglesia.
Para entender bien la Biblia, no podemos fiarnos de cualquier predicador que la tira por su lado. Debemos recibirla tal como la entiende la Iglesia cat¨®lica, que fundaron los ap¨®stoles y que siempre se fij¨® en sus normas.
¿POR DONDE EMPEZAR LA LECTURA DE LA BIBLIA?
Lo m¨¢s sencillo es empezar con el Evangelio, en que nos encontramos directamente con Cristo, que es la Luz, la Verdad y «La» Palabra de Dios.
Por supuesto, las p¨¢ginas del Antiguo Testamento contienen enseñanzas muy importantes. Sin embargo, el que las lee despu¨¦s de haber o¨ªdo a Cristo las comprende mejor y les encuentra otro sabor.
Algunos suelen abrir la Biblia a la suerte y consideran que el p¨¢rrafo encontrado primero les dar¨¢ precisamente la palabra que necesitan en ese momento. Bien es cierto que Dios puede contestar as¨ª a sus inquietudes, pero nunca se comprometi¨® a comunicarse con nosotros de esta manera.
En todo caso conviene haber le¨ªdo, una vez por lo menos, en forma seguida, cada uno de los libros del Nuevo Testamento. Lo bueno es empezar con el Evangelio: l¨¦ase al respecto la «Introducci¨®n a los Cuatro Evangelios», al comienzo del Nuevo Testamento.
El Nuevo Testamento comprende
LOS CUATRO EVANGELIOS. La palabra Evangelio significa Buena Nueva. Estos son los libros en que los ap¨®stoles de Jes¨²s escribieron lo que hab¨ªan visto y aprendido de ¨¦l.
Luego viene el libro de los HECHOS DE LOS APOSTOLES, escrito por Lucas, el mismo que escribi¨® el tercer Evangelio.
Luego vienen m¨¢s de veinte CARTAS que los ap¨®stoles dirigieron a las primeras comunidades cristianas.
El Antiguo Testamento comprende
LOS LIBROS HISTORICOS. Aqu¨ª vemos la actuaci¨®n de Dios para libertar a un pueblo que quiere hacer que sea su pueblo. Lo vemos educar a ese pueblo y dar un sentido a su historia nacional. En estos libros se destacan:
El G¨¦nesis. El Exodo. El Deuteronomio. Los libros de Samuel.
LOS LIBROS PROFETICOS. Dios interviene en la historia por medio de sus profetas, encargados de transmitir su palabra.
LOS LIBROS DE LA SABIDURIA destacan la importancia de la educaci¨®n y del esfuerzo del individuo para llegar a ser un hombre responsable y un creyente.
Para manejar el presente libro
Cada libro de la Biblia se divide en cap¨ªtulos. Cada cap¨ªtulo se divide en vers¨ªculos. Habitualmente se cita el libro en forma abreviada. Por ejemplo, Mt significa Evangelio seg¨²n Mateo. Estas abreviaturas est¨¢n indicadas en el ¨ªndice.
Los cap¨ªtulos son indicados con cifras muy grandes al comienzo de un p¨¢rrafo. Los vers¨ªculos son indicados con n¨²meros pequeños en el margen.
Para indicar un lugar de la Biblia se da primero el cap¨ªtulo, y, despu¨¦s, el vers¨ªculo. Por ejemplo, Jn 20,13 significa Evangelio de Juan, cap¨ªtulo 20, vers¨ªculo 13. Lc 2,6-10 significa: Evangelio de Lucas, cap¨ªtulo 2, del vers¨ªculo 6 al 10.
El texto de la Biblia est¨¢ todo en la parte superior de la p¨¢gina. Debajo pusimos el comentario con una letra diferente.
Usamos letra cursiva:
¡ª En el Nuevo Testamento, para las frases que son citaciones sacadas del Antiguo Testamento. Por ejemplo, en Mt 26,31, el evangelista aduce una frase del profeta Zacar¨ªas 13,7.
¡ª En el Antiguo Testamento, por varias razones que se indican cada vez en la Introducci¨®n del libro.
La Biblia
Para quien recorre las p¨¢ginas del libro, el Antiguo Testamento se presenta como una sucesi¨®n de relatos que o bien se repiten o bien se contin¨²an con mayor o menor coherencia, y que a menudo nos sorprenden y a veces nos escandalizan. En medio de esos relatos, algunos de los cuales parece que est¨¢n m¨¢s cerca de la f¨¢bula que de la realidad, se deslizan discursos, reglas de moral, de liturgia o de vida social, reproches severos, palabras de esperanza o gritos de ternura. Bajo ese aspecto el Antiguo Testamento constituye uno de los m¨¢s bellos textos de la literatura universal.
Pero en este libro o m¨¢s bien en «estos libros», Dios est¨¢ siempre presente y se lo nombra en cada p¨¢gina; el Antiguo Testamento en efecto nos dice de qu¨¦ manera Dios prepara a los hombres y muy especialmente al pueblo de Israel para que reconozca y acoja en Jes¨²s al que lleva a cabo su misteriosa y maravillosa alianza con los hombres. La Biblia es inseparablemente palabra de Dios y palabra de hombre. Es por tanto imposible comenzar a leer estos libros dejando de lado una de estas dos dimensiones. Si olvidamos que son palabra de Dios, se corre el riesgo de reducirlos a simples documentos hist¨®ricos. Si a la inversa olvidamos que Dios se comunic¨® al hombre (y se comunica a¨²n hoy d¨ªa) en el coraz¨®n mismo de su historia, transformamos esa palabra de Dios en una colecci¨®n de leyes religiosas o de m¨¢ximas edificantes.
La Biblia no es un libro que nos habla de Dios, sino que es el libro en el que Dios nos habla de ¨¦l por medio de los testigos que ¨¦l mismo se eligi¨® en medio de su pueblo de Israel. Los primeros cristianos no estaban equivocados al respecto: «En diversas ocasiones y bajo diferentes formas, Dios habl¨® a nuestros padres por medio de los profetas, pero en estos d¨ªas que son los ¨²ltimos, nos habl¨® a nosotros por medio del Hijo» (Heb 1,1). A trav¨¦s de los diferentes libros del Antiguo Testamento vemos pues con qu¨¦ paciencia Dios se revela a su pueblo y lo prepara para el encuentro con Jes¨²s, el Hijo de Dios hecho hombre, «Aquel en quien reside la plenitud de la Divinidad» (Col 2,9).
Antes de la Biblia
Durante muchos siglos la Biblia fue «el» libro del pueblo jud¨ªo primero, y de la Iglesia despu¨¦s. La fe no era s¨®lo una cuesti¨®n personal. No se trataba ¨²nicamente de conocer las leyes de Dios que nos conducen a la felicidad y a la recompensa eterna, sino que toda la Biblia giraba en torno a una alianza de Dios con la humanidad. Hab¨ªa habido un punto de partida, etapas, y habr¨ªa al final una recapitulaci¨®n de nuestra raza en Cristo y la integraci¨®n del mundo creado en el misterio de Dios. La Biblia era pues una historia y quer¨ªa ser la historia de la humanidad. Era no s¨®lo el libro de las palabras de Dios sino adem¨¢s una de las bases de nuestra cultura.
Pero es innegable que toda la historia b¨ªblica fue escrita en el transcurso de unos pocos siglos en un pequeño rinc¨®n del mundo. Aunque este lugar fuera, como lo afirmaremos m¨¢s adelante, un sector muy privilegiado, los autores b¨ªblicos no pod¨ªan ver desde su ventana m¨¢s que un pequeño trocito del espacio y del tiempo. Cuando buscaban m¨¢s all¨¢ de su historia particular, no alcanzaban m¨¢s datos de los que transmit¨ªan las antiguas tradiciones.
Para ellos no cab¨ªa duda alguna que Dios lo hab¨ªa creado todo «al principio», es decir, si nos atenemos a algunos datos brutos del G¨¦nesis, hac¨ªa m¨¢s o menos 6.000 años. Posteriormente tampoco se dud¨® de que el mundo habitado no se extend¨ªa m¨¢s all¨¢ de Europa y del Oriente Medio, y que toda la humanidad hab¨ªa recibido el anuncio del Evangelio, aunque regiones enteras, como los pa¨ªses «moros» hubiesen abandonado la fe. En el siglo XIII, Santo Tom¨¢s de Aquino sosten¨ªa que si por casualidad hab¨ªa todav¨ªa alguien que siguiera ignorando el mensaje cristiano, como ser¨ªa por ejemplo alguien que hubiera pasado toda su vida en el fondo de un bosque, Dios no dejar¨ªa de mandarle a un ¨¢ngel para darle a conocer su palabra.
Fue s¨®lo en el siglo XVIII cuando la ciencia comenz¨® a hacer tambalear esas certezas. En primer lugar, la noci¨®n de tiempo. Un primer paso fue el descubrimiento de la enormidad de tiempo que fue necesaria para que se formara la tierra, y de innumerables especies de animales y vegetales que desaparecieron de la tierra despu¨¦s de haberla habitado. As¨ª se pas¨® r¨¢pidamente de los 6.000 años tradicionales a millones y a miles de millones de años. Una segunda etapa afect¨® mucho m¨¢s profundamente la visi¨®n del mundo, y fue la intuici¨®n primero, y pruebas cada vez m¨¢s numerosas despu¨¦s, de una verdadera historia de los seres vivientes. En un primer tiempo se esforzaron por clasificar a las especies vivientes o extinguidas seg¨²n sus semejanzas o diferencias; no fueron necesarios muchos años para que el cuadro se transformara en un ¨¢rbol geneal¨®gico: las diversas especies proced¨ªan las unas de las otras. Se fueron diseñando troncos comunes, ramificaciones, y las formas o articulaciones eran m¨¢s o menos parecidas seg¨²n si el parentesco era m¨¢s o menos lejano.
Esa nueva imagen de una creaci¨®n en perpetuo crecimiento cuadraba con las intuiciones de algunos Padres de la Iglesia; fue vista sin embargo por todo el mundo cristiano como una peligrosa amenaza para la fe. Una de las razones para rechazarla fue la filosof¨ªa ¡ªo por decir mejor la «fe»¡ª racionalista o antirreligiosa de numerosos cient¨ªficos de los dos ¨²ltimos siglos. Les bastaba con haber aclarado algunos mecanismos de las pequeñas evoluciones para afirmar que todas las invenciones y maravillas de la naturaleza se pod¨ªan explicar del mismo modo, y a¨²n m¨¢s, para afirmar que todos los mecanismos eran productos del azar a partir de la nada.
Por otro lado, los cristianos estaban acostumbrados a pensar en t¨¦rminos de verdades inmutables, lo que ciertamente era v¨¢lido para los dogmas de la fe, y les parec¨ªa que Dios de igual modo deb¨ªa haber sometido el mundo celeste y terrestre a leyes inmutables: los astros deb¨ªan contentarse con girar en c¨ªrculo (como gran cosa se aceptaba una ¨®rbita el¨ªptica) y los seres vivos ten¨ªan que reproducirse siempre iguales. Hubo que esperar el segundo cuarto del siglo XX para que se superara por fin la oposici¨®n entre una ciencia antirreligiosa en sus pretensiones, y una fe que quer¨ªa ignorar los hechos.
¿A d¨®nde queremos llegar con esto? Simplemente a que la visi¨®n de un mundo en evoluci¨®n encaja perfectamente con la concepci¨®n cristiana del tiempo y de las «edades» de la historia. Si estudiamos las cartas de Pablo, veremos que para ¨¦l toda la historia de la humanidad es una pedagog¨ªa de Dios de la cual emerge el verdadero Ad¨¢n. Contrariamente a la imagen tan difundida de un Ad¨¢n Tarz¨¢n, que, al comienzo de los tiempos era tan bello y fuerte como se lo ve en los frescos de Miguel Angel, pero que despu¨¦s habr¨ªa ca¨ªdo de su pedestal, San Ireneo despu¨¦s de Pablo, ve¨ªa a toda la humanidad dirigida por la pedagog¨ªa de Dios hacia una completa realizaci¨®n de la raza o de la comunidad humana.
Si uno entra en esta perspectiva no le es dif¨ªcil pensar que toda la creaci¨®n haya sido hecha en el tiempo. El «big bang», si realmente lo hubo, expresa magn¨ªficamente el punto de partida del tiempo creado, un tiempo que parte de la eternidad y vuelve a la eternidad. Veinte mil millones de años para la expansi¨®n de millones de galaxias, cada una con sus miles o millones de soles. Y en alguna parte, planetas. ¿Cu¨¢ntos? Es un misterio. ¿Cu¨¢ntos de ellos habitados? Es m¨¢s misterioso a¨²n. Pero tambi¨¦n all¨ª la fe tiene sus intuiciones. Toda la Biblia recalca la libertad, la gratuidad de los gestos de Dios. Un Dios que ama a todos los hombres y que los conduce a todos hacia ¨¦l, lo conozcan o no, pero que adem¨¢s sabe elegir a quienquiera para darle lo que no les dar¨¢ a otros. Y el hecho de que Dios haya creado millones de galaxias no le impedir¨¢, si quiere, de escoger s¨®lo a una de ellas; all¨ª pondr¨¢, en un rinc¨®n del universo, a esa raza de «homo habilis» (hombre emprendedor) a la que la Palabra de Dios ha elegido como su punto de aterrizaje en la creaci¨®n.
No lleg¨® pues el hombre por pura casualidad. No es un mono que, por el efecto de algunas transmutaciones cromos¨®micas fortuitas, se haya despertado un d¨ªa con la capacidad de comprender; habr¨ªa bastante que decir de esos juegos del azar gracias a los cuales, seg¨²n algunos dicen, una raza de monos produjo sin mayor esfuerzo algunos grandes m¨²sicos y un buen n¨²mero de niñas guapas.
Miles de generaciones fueron necesarias para que apareciera nuestra humanidad. Fueron innumerables los eslabones, los humildes antepasados a los que tal vez Dios ya conoc¨ªa y amaba como nos ama a nosotros; pero ante ellos estaba el modelo y el fin, y ¨¦se era Cristo.
Quisi¨¦ramos aqu¨ª recordar en pocas l¨ªneas las grandes etapas que precedieron a la formaci¨®n del pueblo de la Biblia.
Los primeros pasos del hombre
¿Cu¨¢ndo y c¨®mo apareci¨® el hombre? Se podr¨¢ discutir sobre los t¨¦rminos: ¿de qu¨¦ hombre hablamos? ¿Del que part¨ªa piedras, o del que invent¨® el fuego, o del que enterraba a sus muertos? Hablamos del hombre verdadero, de aquel cuyo esp¨ªritu es a imagen de Dios, y al que Dios conoce y que puede conocer a Dios.
Nadie puede responder a esta cuesti¨®n de manera precisa. Durante largos siglos el hombre casi no cambi¨® la faz de la tierra. Su g¨¦nero de vida y las creaciones de su esp¨ªritu apenas lo distingu¨ªan de los primates antropomorfos de los cuales sali¨®. Familias y grupos humanos habitaban en cavernas y cazaban en medio de los bosques.
Lentamente el hombre inventaba su lenguaje, hac¨ªa armas y herramientas. No se interesaba solamente por lo ¨²til y lo visible. Era un artista. En las cavernas y grutas, debajo de la tierra donde celebraba sus ritos m¨¢gicos, pintaba en la pared, lejos de la luz del d¨ªa, los animales que deseaba cazar. Hoy todav¨ªa nos admiramos de su genio art¨ªstico.
El hombre era un ser religioso. Enterraba a sus difuntos con ritos destinados a asegurarles una vida feliz en otro mundo. Siendo creado a la imagen de Dios, su inteligencia pensaba instintivamente que continuar¨ªa viviendo despu¨¦s de la muerte. Por primitivo que fuera, este hombre ten¨ªa una conciencia, pod¨ªa amar, y descubr¨ªa algo de Dios, de acuerdo con su capacidad. Pero sus comienzos hab¨ªan sido marcados profundamente por la violencia y los instintos ego¨ªstas comunes a todos los seres vivientes: el pecado estaba en ¨¦l.
Las primeras civilizaciones
Hace unos 10.000 años, un cambio se prepar¨® en la humanidad. Los hombres se agruparon en mayor n¨²mero en las llanuras f¨¦rtiles. En algunos siglos descubrieron la manera de cultivar la tierra, de criar el ganado, de modelar y cocer la arcilla. Se levantaron aldeas, que se unieron para defenderse y aprovechar mejor los recursos de la tierra. La primera civilizaci¨®n hab¨ªa nacido.
Despu¨¦s todo se hizo muy r¨¢pido. Sobre la tierra aparecieron cinco centros de civilizaci¨®n.
Tres mil quinientos años antes de Cristo, en el sector geogr¨¢fico llamado Medio Oriente, y donde nacer¨ªa el pueblo de la Biblia, se formaban dos imperios. Uno era Egipto, el otro Caldea, pa¨ªs de donde saldr¨ªa Abraham siglos m¨¢s tarde. Caldea hizo un sistema perfeccionado de riego, construy¨® con tabiques cocidos, invent¨® un sistema de escritura, tuvo leyes y administraci¨®n centralizada. Egipto tambi¨¦n ten¨ªa esos adelantos: constru¨ªa templos grandiosos para sus dioses y levantaba las Pir¨¢mides para tumba de su faraones.
Tambi¨¦n en China y en India, como veinte siglos antes de Cristo, y en Centro-Am¨¦rica, diez siglos antes de ¨¦l, nacieron otras civilizaciones. Las de Centro-Am¨¦rica, China e India se desarrollaron por separado, ya que en este tiempo era muy dif¨ªcil recorrer los continentes.
En cambio, en el Medio Oriente, Caldea y Egipto manten¨ªan contactos, a veces agresivos, pero que tarde o temprano los obligar¨ªan a ver los l¨ªmites de su cultura. El camino que iba de uno al otro pa¨ªs pasaba por un pequeño territorio que m¨¢s tarde se llamar¨ªa la Palestina.
La Biblia y las religiones de la Tierra
Estos breves recuerdos bastar¨¢n para mostrar que la historia y las tradiciones b¨ªblicas cubren s¨®lo un pequeñ¨ªsimo sector de la historia humana, el que sin embargo es uno de los m¨¢s importantes como punto de convergencia de tres continentes. No existe tal vez sobre el planeta otro punto que haya experimentado tantas conmociones geol¨®gicas y humanas. Pero la mayor parte de la humanidad ha pasado al lado de esa historia y ha tenido su propia experiencia de la vida y de Dios. Esto no hay que olvidarlo.
El pueblo de la Biblia lleg¨® tarde al escenario de los pueblos, y por mucho tiempo estuvo sin preocuparse por los que no hab¨ªan recibido la Palabra de Dios de la cual era portador. Y por esto mismo, Dios tampoco le dijo nada al respecto, porque cuando Dios nos habla, lo hace en el lenguaje humano, y en nuestra propia cultura, respetando de alg¨²n modo nuestras limitaciones y nuestras ignorancias. Pero Dios no lo hab¨ªa necesitado para entregar a los hombres su palabra y su esp¨ªritu. En algunos per¨ªodos el pueblo de Dios pens¨® que todo lo que ven¨ªa del extranjero era malo, que se deb¨ªa rechazar cualquier sabidur¨ªa que hubiera nacido fuera de los territorios jud¨ªos o cristianos. Pero ha habido tambi¨¦n tiempos de curiosidad en los que la fe se enriqueci¨® en contacto con otras culturas, sus profetas y sus pensadores.
No debemos pues pedirle a la Biblia demasiadas respuestas sobre la manera como Dios ha hablado en otras culturas, sobre c¨®mo el Esp¨ªritu ha estado actuando en medio de ellas, sobre c¨®mo las energ¨ªas que irradian de Cristo resucitado alcanzan hoy en d¨ªa a todas esas personas, y c¨®mo se salvan por el ¨²nico Salvador. La Biblia s¨®lo nos dice que cuando Dios llam¨® a Abrah¨¢n, se dio comienzo a una gran aventura, ¨²nica en su g¨¦nero, y que llevaba directamente al Hijo de Dios ¡ªa su Verbo, o Sabidur¨ªa, o Palabra¡ª, hecho hombre.
Despu¨¦s de la Biblia...
Setenta generaciones de cristianos se han sucedido desde el tiempo de los ap¨®stoles. Hablar de la Iglesia es hablar de estos hermanos nuestros; es f¨¢cil criticarlos o pensar que deb¨ªan haber sido mejores; es m¨¢s dif¨ªcil conocer el mundo en que vivieron, muy diferente del nuestro, y comprender lo que trataron de realizar, llevados por su fe.
Hombres libres, v¨ªrgenes y m¨¢rtires
Los cristianos de los primeros siglos gozaron al sentirse liberados: liberados de las supersticiones paganas como de su propio temor y ego¨ªsmo. Pero pagaron cara esta libertad. En su tiempo no hab¨ªa ley superior a la voluntad del emperador o a las costumbres de su pueblo, pero ellos pon¨ªan a Cristo por encima de las autoridades humanas y, por ser opositores de conciencia, los trataron como a malhechores. El amor cristiano y la virginidad insultaban los vicios del mundo pagano.
De ah¨ª que los cristianos fueran perseguidos. Durante tres siglos hubo represi¨®n y m¨¢rtires, a veces en una provincia del imperio, a veces en otra. En algunos per¨ªodos todas las fuerzas del poder se desencadenaron contra ellos y pensaron acabar con el nombre de Cristo. Pero las multitudes, que para divertirse iban a contemplar los suplicios infligidos a los cristianos, volv¨ªan avergonzadas de su propia maldad y convencidas de que la verdadera humanidad estaba en los perseguidos.
La conversi¨®n de Constantino
Mientras tanto el mundo romano entraba en decadencia. Antes de que fuera vencido por sus enemigos, se debilitaron las fuerzas espirituales que lo hab¨ªan encumbrado: ya no ten¨ªan vida las creencias antiguas. En el año 315, el propio emperador Constantino pidi¨® ser bautizado y, despu¨¦s de ¨¦l, los gobernantes fueron cristianos. Este fue un acontecimiento decisivo para la Iglesia, que pasaba a ser protegida en vez de perseguida.
Pero este triunfo trajo consigo desventajas que se iban a medir con el tiempo. En adelante la Iglesia debi¨® ser la fuerza espiritual que necesitaban esos pueblos del Imperio romano, reemplazando a las falsas religiones, y sus puertas se abrieron para recibir a las muchedumbres en busca del bautismo. La Iglesia ya no se limitaba a creyentes bautizados despu¨¦s de ser convertidos y probados; tuvo que hacerse la educadora de un «pueblo cristiano» que no difer¨ªa mucho del anterior «pueblo pagano». Lo que se ganaba en cantidad se perd¨ªa en calidad. Los emperadores «cristianos» tampoco difer¨ªan de sus predecesores. As¨ª como ¨¦stos hab¨ªan sido la suma autoridad en la religi¨®n pagana, tambi¨¦n quisieron dirigir la Iglesia, nombrar y controlar a sus obispos: proteg¨ªan la fe y somet¨ªan las conciencias.
Por otra parte, al salir de la clandestinidad o de una situaci¨®n postergada, los cristianos tuvieron que meterse m¨¢s en los problemas del mundo. ¿C¨®mo pod¨ªan conciliar la cultura de su tiempo con la fe? Ese fue el tiempo en que los obispos, a los que llamman «los Santos Padres», hicieron una amplia exposici¨®n de la fe respondiendo a las preguntas de sus contempor¨¢neos. Entre los de m¨¢s genio se destac¨® San Agust¨ªn.
Hay gente que prefiere no ver los puntos dif¨ªciles de la fe. Pero los que se atreven a profundizarlos como se debe, no siempre se cuidan de los errores. El error que m¨¢s se difundi¨® y por poco arrastr¨® a la Iglesia, fue el «arrianismo»: por miedo a dividir el Dios ¨²nico, los arrianos negaban que Cristo fuera el Hijo igual al Padre; lo consideraban solamente como el primero entre los seres de toda la creaci¨®n. Los emperadores arrianos designaban obispos arrianos; pero como lo hab¨ªa prometido Jes¨²s, el Esp¨ªritu Santo mantuvo la fe del pueblo cristiano y el error retrocedi¨®.
En esos tiempos los cristianos deseosos de perfecci¨®n, al ver que la Iglesia no era ya la comunidad fervorosa del tiempo de los m¨¢rtires, empezaron a organizarse en comunidades austeras y exigentes. Les pareci¨® necesario aislarse de la vida c¨®moda para buscar a Dios con toda el alma, y as¨ª, en los desiertos de Egipto primero, y luego por todo el mundo cristiano, hubo monjes y ermitaños. Los monjes mantuvieron en la Iglesia el ideal de una vida perfecta, totalmente entregada a Cristo. Su existencia tan mortificada les permiti¨® conocer hasta los ¨²ltimos rincones del coraz¨®n humano. Y Dios, por su parte, les hizo experimentar la transformaci¨®n o divinizaci¨®n reservada a quienes lo dejaron todo por ¨¦l.
El fermento en la masa
Cuando se derrumb¨® el Imperio romano, invadido por los b¨¢rbaros, devastado, arruinado, despedazado, pareci¨® que fuera el fin del mundo. (Hablamos siempre del Imperio romano, no porque fuera el ¨²nico lugar poblado en el mundo sino porque, de hecho, los predicadores cristianos no hab¨ªan salido, o muy poco, de sus fronteras).
Pero, en realidad, esta destrucci¨®n anunciada por Juan en el Apocalipsis dio la partida para otros tiempos; la Iglesia no pereci¨® en ese torbellino, sino que descubri¨® una nueva tarea: evangelizar y educar a los pueblos que, despu¨¦s de las invasiones b¨¢rbaras, hab¨ªan vuelto a una sociedad m¨¢s pobre, muy inculta y totalmente desorganizada.
Estos pueblos no conoc¨ªan otra fuerza moral u otra instituci¨®n firme que la de la Iglesia. Muchas veces el obispo hab¨ªa sido el ¨²nico que se constituyera en «Defensor del pueblo» frente a los invasores. No hab¨ªa otros que los cl¨¦rigos para educar al pueblo; en los monasterios se guardaban, al lado de las Escrituras Sagradas, los libros de la cultura antigua. La Iglesia fue el alma de esos pueblos primitivos, crueles, generosos y excesivos en todo. Y mientras luchaba perseverantemente para limitar guerras y venganzas, proteger a la mujer y al niño, desarrollar el sentido del trabajo constructivo, ella misma se dej¨® penetrar por las supersticiones y la corrupci¨®n. Por momentos pareci¨® que hasta las m¨¢s altas autoridades, los Papas, se hundieran en los vicios del mundo, pero lo sembrado entre l¨¢grimas floreci¨® con el tiempo.
Lo mismo que en la Historia Sagrada Dios hab¨ªa educado al pueblo primitivo de Israel, dejando que muchos errores solamente se corrigieran con el tiempo, as¨ª pas¨® con la llamada Cristiandad, o sea, con esos pueblos de Europa que aprend¨ªan a ser humanos, libres y responsables. Naci¨® una civilizaci¨®n nueva cuya cultura, arte y, m¨¢s que todo, ideales, eran fruto de la fe.
Cat¨®licos y Ortodoxos: El Cisma
La parte oriental del Imperio romano hab¨ªa resistido a las invasiones b¨¢rbaras. Esta parte de la Iglesia, llamada Griega u Ortodoxa, y que luego evangelizar¨ªa a Rusia, se apart¨® poco a poco de la parte occidental ocupada por los b¨¢rbaros y animada por la Iglesia de Roma. Hubo dos Iglesias diferentes por la cultura, el idioma y las pr¨¢cticas religiosas, a pesar de que guardaban la misma fe, y esto no era malo. Pero ambas cometieron el pecado de fijarse m¨¢s en sus propias costumbres que en la fe com¨²n, y as¨ª, la Iglesia oriental se apart¨® del Papa, sucesor de Pedro en Roma.
Posteriormente los turcos, que se adher¨ªan a la religi¨®n de Mahoma, conquistaron los restos del Imperio romano en Oriente y solamente quedaron escasas comunidades cristianas all¨ª donde hab¨ªan prosperado las antiguas Iglesias de Siria, Palestina, Egipto... En los tiempos actuales, Grecia, Rumania y, m¨¢s que todo, Rusia, forman lo m¨¢s importante del mundo ortodoxo.
La Iglesia y la Biblia
En el año 1460, los descubrimientos de Gutenberg permitieron imprimir libros. En tiempos anteriores no hab¨ªa sino libros escritos a mano, caros y escasos. No estaba al alcance del hombre com¨²n tener una Biblia, ni siquiera un Evangelio. La Biblia se le¨ªa en la Iglesia y serv¨ªa de base para la predicaci¨®n. Y para que estuviera m¨¢s presente en la memoria de los fieles, no se constru¨ªan templos sin adornarlos por todas partes con pinturas, esculturas o vitrales que reproduc¨ªan escenas b¨ªblicas.
Pero en adelante cada uno podr¨ªa tener las Escrituras Sagradas, con tal que supiera leer. Este descubrimiento t¨¦cnico iba a precipitar una crisis latente en la Iglesia. Porque durante siglos las instituciones de la Iglesia, su clero, sus religiosos, hab¨ªan forjado la cultura y la unidad del mundo cristiano; siendo sus gu¨ªas en lo pol¨ªtico como en lo espiritual, las preocupaciones materiales superaban muy a menudo la dedicaci¨®n por el Evangelio. Muchos hombres destacados, religiosos, santos, hab¨ªan protestado pidiendo reformas. Pero las reformas no sal¨ªan adelante. Con la impresi¨®n de la Biblia, muchos pensaron que la ¨²nica soluci¨®n para reformar la Iglesia era entregar a todos el Libro Sagrado para que, al leerlo, bebieran el mensaje en su misma fuente y corrigieran los desv¨ªos y malas costumbres establecidas.
Cuando Mart¨ªn Lutero tom¨® la iniciativa de una Iglesia reformada, apart¨¢ndose de la Iglesia oficial, acometi¨® la obra de traducir toda la Biblia al idioma de su pueblo, el alem¨¢n, pues hasta entonces se publicaba casi siempre en lat¨ªn.
Es que, en la Iglesia, la mayor¨ªa de los cl¨¦rigos, desconociendo el provecho que se sacar¨ªa de la lectura individual de la Palabra de Dios, se fijaban m¨¢s bien en los peligros de que cada uno se creyera capacitado para comprenderlo todo sin error, si se entregaba el Libro Sagrado a todos. No se equivocaban totalmente, pues apenas Lutero hubo traducido la Biblia, sus seguidores empezaron a pelear entre ellos y a fundar Iglesias opuestas, segura cada una de retener sola la verdad.
Cuando, años despu¨¦s, la Iglesia se reform¨® a s¨ª misma, no por eso se promovi¨® suficientemente el inter¨¦s por la Biblia. Predicadores y misioneros no dejaban de enseñar el Evangelio, pero todo llegaba al pueblo desde arriba, sin que fuera estimulado a buscar personalmente la verdad.
Conquistadores y misioneros
Desde los Ap¨®stoles, los creyentes se han preocupado por transmitir su fe a los dem¨¢s. Tambi¨¦n hubo misioneros que se aventuraron entre los pueblos enemigos o de otro idioma, para predicar el Evangelio. Pero cuando toda Europa se encontr¨® m¨¢s o menos reunida en la cristiandad, o sea en el ¨¢rea cultural y social animada por la Iglesia, creyeron que se hab¨ªa cumplido la tarea misionera. ¿Qu¨¦ hab¨ªa fuera de los pa¨ªses cristianos? Ellos hubieran contestado: «Los moros, nada m¨¢s.» Los moros, es decir, los pueblos ¨¢rabes de religi¨®n musulmana, enemigos encarnizados de los pa¨ªses cristianos. Y no pensaban que hubiera pueblos m¨¢s all¨¢.
Algunos profetas como Francisco de As¨ªs o Ram¨®n Lull comprendieron que ser¨ªa mejor anunciar a Cristo entre los musulmanes que luchar contra ellos con armas. Tambi¨¦n misioneros como Juan de Montecorvino recorrieron toda Asia a pie, hasta China. Pero fueron excepciones. Ya en estos tiempos, que nos parecen lejanos, las Iglesias de Europa ten¨ªan siglos de tradici¨®n; ten¨ªan su cultura, su manera propia de reflexionar la fe y de vivir el Evangelio. Y para los hombres de ese tiempo era muy costoso comprender a pueblos de otra cultura y transmitirles el Evangelio de manera que pudieran organizarse en Iglesia seg¨²n su temperamento propio y conforme a su idiosincracia. Por esto las Iglesias fundadas en los extremos del mundo no prosperaron y la Iglesia se confundi¨® con la cristiandad europea.
Pero cuando Marco Polo, Vasco de Gama y Crist¨®bal Col¨®n abrieron el muro de ignorancia que proteg¨ªa a la cristiandad, la Iglesia conoci¨® la dimensi¨®n real del mundo que no hab¨ªa recibido todav¨ªa el Evangelio: Africa, Asia y Am¨¦rica.
Eran aventureros los conquistadores, pues la gente tranquila no suele arriesgarse en tales cosas. Pero apenas descubrieron el Nuevo Mundo, los acompañaron los aventureros de la fe, ansiosos por conquistar para Cristo a los que todav¨ªa no lo conoc¨ªan, y entre los que partieron as¨ª sin armas, sin otra preparaci¨®n que su fe, no faltaron los santos ni los m¨¢rtires.
La misi¨®n en Am¨¦rica pareci¨® que ser¨ªa muy f¨¢cil y fecunda. Los españoles hab¨ªan destruido las naciones ind¨ªgenas y, a veces, arrasado su cultura. Los indios no se resistieron a la fe, y en varios lugares se concedieron privilegios a los que se hac¨ªan cristianos. Poca gente se dio cuenta de que la cristianizaci¨®n era muy superficial. Bajo la pel¨ªcula delgada de las pr¨¢cticas cat¨®licas los pueblos indios guardaban sus creencias paganas. Segu¨ªan muy religiosos, como lo eran antes, pero a su manera, y, si bien es cierto que la Iglesia suprimi¨® costumbres inhumanas e hizo obra de educaci¨®n moral, los hombres, en su mayor¨ªa, no se encontraron con Cristo ni se convirtieron a su mensaje en forma responsable.
La rebeld¨ªa de los laicos
Al hablar de la cristiandad dijimos que la Iglesia se hab¨ªa hecho responsable de muchos sectores de la vida p¨²blica, y esto, por necesidad, porque no hab¨ªa autoridad civil o militar que se encargara de ellos. El clero fundaba y atend¨ªa las escuelas y universidades, los religiosos se hac¨ªan cargo de la salud p¨²blica: hospitales, hospicios, orfanatos. Los monjes colonizaban y valorizaban las tierras sin cultivar.
Pero lleg¨® el d¨ªa en que los m¨¢s conscientes entre los dirigentes e intelectuales comprendieron que todas estas tareas deb¨ªan ser devueltas a las autoridades civiles. En esto estaban de acuerdo con el Evangelio, que distingui¨® lo que es del C¨¦sar y lo que es de Dios. Pero tambi¨¦n en esto se enfrentaron con las ideas tradicionales. Raras veces nos convencemos de que debemos transmitir a otro una responsabilidad nuestra. As¨ª pas¨® con las autoridades de la Iglesia. De tal manera que los cambios necesarios para que la cristiandad decadente diera lugar a naciones modernas, a instituciones laicas, a ciencias independientes, se hicieron en forma de lucha. Todos saben el proceso rid¨ªculo hecho al f¨ªsico Galileo y los conflictos pol¨ªticos que hubo entre los papas y los reyes.
La Iglesia y el mundo moderno
En los ¨²ltimos cuatro siglos, el mundo ha conocido m¨¢s crisis, m¨¢s adelantos, m¨¢s cambios que en todos los tiempos anteriores. La fe cristiana hab¨ªa dado al hombre europeo una energ¨ªa, una seguridad, una conciencia de su misi¨®n en el universo, que le permitieron construir la ciencia, desarrollar las t¨¦cnicas, dominar los otros continentes. Por supuesto que las conquistas y la colonizaci¨®n obedec¨ªan a motivos muy extraños a la fe, pero, aun con esto, llevaban a efecto el plan de Dios que, desde el comienzo, contempl¨® la reunificaci¨®n de todos los pueblos.
La Iglesia particip¨® de esta extensi¨®n. En el siglo XIX hubo hasta 100.000 misioneros, sacerdotes y religiosas, empeñados en la evangelizaci¨®n y educaci¨®n en Asia, Africa y Am¨¦ rica.
Lo m¨¢s importante, sin embargo, suced¨ªa en Europa. La Iglesia se ve¨ªa enfrentada a esta cultura moderna que hab¨ªa salido de ella, pero que, ahora independizada, se volv¨ªa su enemiga. Los esp¨ªritus ilustrados pensaban com¨²nmente que eran capaces de dar a la humanidad progreso, felicidad y paz, y no ve¨ªan en la Iglesia sino ignorancia y prejuicios; en una palabra: el mayor obst¨¢culo para la liberaci¨®n de los hombres. Muchos se atrevieron a predecir la muerte del cristianismo antes del siglo XX.
Esta situaci¨®n compleja oblig¨® a la Iglesia a salir de su seguridad y a responder a interrogantes cada vez m¨¢s cruciales. Bien era cierto que Cristo le hab¨ªa entregado la verdad y reinaba despu¨¦s de resucitado. Pero la Iglesia ten¨ªa que descubrir y probar cada d¨ªa lo que significaba esta verdad para hombres diferentes. Y no era para ella el momento de reinar, sino de servir en medio de humillaciones.
El gran siglo de la evangelizaci¨®n
El siglo XX parece que ha simplificado la situaci¨®n. Por una parte, al cabo de tres siglos de luchas est¨¦riles, la Iglesia se ha dado cuenta de que, al perder sus recursos, su poder pol¨ªtico y su monopolio cultural, ha vuelto a encontrar su verdadera misi¨®n, que es la de ser en el mundo una fuente de amor y de unidad, la levadura en la masa.
La Iglesia no es m¨¢s que una minor¨ªa en el mundo: unos 700 millones de cat¨®licos entre cinco mil millones de pobladores de la tierra. Pero son, m¨¢s que nunca, una minor¨ªa inquieta y preocupada por todo lo humano, sabiendo que la obra de Dios es salvar todo lo humano.
Por otra parte, la cultura laicista que pretend¨ªa solucionar todos los apuros de la humanidad sin recurrir a la fe, ha visto sus l¨ªmites y, luego, su fracaso. Los mejores entre los que piensan, reconocen que la humanidad corre al caos si los hombres no vuelven a tener una fe, una esperanza y una visi¨®n com¨²n de su destino. De otra manera, las tensiones entre ricos y pobres, el choque de las ideolog¨ªas, el desconcierto de las sabidur¨ªas humanas, nos lleva directamente a un enfrentamiento universal.
En muchas partes del mundo, la Iglesia, que antes iba de la mano con los gobernantes, es perseguida. Esto sucede en los pa¨ªses comunistas, decididos a eliminar toda religi¨®n; esto sucede en pa¨ªses dominados por otra religi¨®n, como son los musulmanes y los hind¨²es; esto sucede en las mismas sociedades que se proclaman cristianas, pero dan la espalda a la justicia y al respeto al hombre.
Ahora bien, la Iglesia entiende mejor lo que es dar testimonio de Cristo y entregar su Buena Nueva a los pobres. Deja de ser una instituci¨®n dirigida por una clase superior, el clero, y vuelve a ser una comunidad de comunidades. La Iglesia entiende que para todos los pueblos se acerca el desastre si no saben reconciliarse; y la reconciliaci¨®n en base a la verdad, la justicia y el perd¨®n, es el fruto de la Evangelizaci¨®n. Para quien no se detiene en la mediocridad inevitable de la mayor¨ªa de los creyentes, ni en los errores en el recorrido, ni en la lentitud de ciertos cambios, no cabe duda que este siglo es el gran siglo de la evangelizaci¨®n de las naciones.
¿Habr¨¢ otro despu¨¦s?